Carlitos
sabía que mientras no acabaran todos de comer, no podía levantarse de la mesa.
Era una de esas normas injustas que imponía papá y que había que cumplir.
Siempre sería mejor estar diez minutos más sentado en la mesa, que no poder ir
a jugar el partido de fútbol a la era por estar castigado.
Así que
aguantó esos diez minutos, más impaciente si cabe, que otros días por culpa de
esa monedita en su bolsillo. Técnicamente podríamos decir que se la había
encontrado. La repisa de la chimenea era un lugar fructífero en lo que a
encuentros de ese tipo se refiere. Esas vueltas del panadero, de la pescadera,
del frutero,… por lo general solían acabar allí y, de vez en cuando, Carlitos
pasaba por ahí y sin querer se las encontraba.
Bueno, el
caso es que cuando por fin el abuelo, que siempre era el más lento, acabó con
la última rodaja de melón, Carlitos se levantó y salió corriendo por la puerta.
Comprobó que la moneda de 25 pesetas seguía en el mismo sitio y echó a correr
calle abajo hacia el bar de la Sra Carmela pensando en qué chuches iba a
comprar con tanto dinero.
Con esas
cábalas llegó a la puerta del bar y entró. No era el bar típico, ya que estaba
incorporado a la propia vivienda de la dueña. De hecho, a través de la puerta
del fondo se podía ver el salón de la casa. Hoy estaba vacío y ni siquiera la
Sra Carmela estaba allí. Pacientemente, Carlitos esperó a que apareciera ya que
las campanillas de la puerta habían delatado su presencia y alguien vendría a
atenderle.
Después de
un minuto Carlitos se preguntaba si le habrían oído entrar o si habría alguien
en casa. O lo que seguramente sucedía es que la Sra Carmela estuviera echando
la siesta en el sofá del salón anexo, aunque como hoy la puerta estaba
arrimada, no lo podía comprobar. Durante todo ese rato que llevaba esperando, a
Carlitos se le fueron pasando algunas cosas por la cabeza, cosas no buenas,
todo hay que decirlo. Los tarros con las gominolas y los chicles de bola
estaban frente a él. Tardaría un respiro en cogerlos e irse para la era, donde
el resto del equipo ya le estaría esperando para jugar el partido diario.
Después de
un minuto más sin escuchar ni el más mínimo ruido, Carlitos decidió actuar. Se
agachó para pasar por el hueco de debajo de la barra, fue hacia el tarro de las
gominolas, metió la mano y agarró cuántas le cabían en el puño y de ahí para el
bolsillo. Repitió la operación con el tarro de los chicles y rápidamente salió
por debajo de la barra y echó a correr hacia la calle.
La
sensación que recorría por su cuerpo era confusa. Era una mezcla de
culpabilidad, de miedo, satisfacción,… demasiada adrenalina para poder
aclararse en ese momento. Cuando ya estaba llegando a la era y vio a sus amigos
con cara de desesperación por tanta espera, sabía que le perdonarían, les traía
una sorpresa en forma de chuches. Además si se le acababan rápidamente, no
pasaba nada, al fin y al cabo, todavía tenía 25 pesetas en su bolsillo.
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