miércoles, 30 de septiembre de 2020

Si volvieras...

Como cada mañana, al entrar en el autobús, se dirigía hacia la parte trasera para tomar asiento.  Al ser de las primeras paradas de la línea, iba prácticamente vacío, por lo que siempre se sentaba en el mismo sitio y esperaba. Solo eran dos paradas más y, al igual que todos los días, ella subiría también al autobús y se sentaría en frente de él.  A pesar de haber muchos más sitios vacíos, ambos se dirigían siempre a los mismos asientos. Al verla entrar, él levantaría la vista del libro que nunca leía y la saludaría con un simple gesto de cabeza. Ella solía corresponderle con un movimiento similar antes de ponerse los auriculares conectados al móvil. Siempre repetían el mismo ritual, nunca se concedían una licencia mayor. En alguna ocasión se cruzaban las miradas y surgía una sonrisa furtiva y nerviosa. Una sonrisa que invitaba a la imaginación a volar, a la ilusión a soñar.

Ese día, al llegar a la parada de ella, esperó a que subiera, pero las puertas se cerraron sin que ella apareciera. Cuando el autobús arrancó, él la busco con la mirada a través del cristal, pero no encontró respuesta.

Los siguientes días volvería a subirse al autobús esperando que tras esas dos paradas, ella apareciera, pero nunca más volvió a verla.

Los años pasaron y él seguía subiendo a aquel autobús a diario. No había día que al llegar a la parada de ella, no mirara con un hilo de esperanza hacia la puerta, aunque, en el fondo, sabía que ella no iba a entrar.

Y tampoco había un solo día en el que no se arrepintiera por no haberle dicho nunca nada.

Una estrella

 

La mujer dio un sorbo al café y lo dejó sobre la mesa. El día había sido muy caluroso, por lo que ese ratito sentada en la terraza, disfrutando del  frescor de la noche, era el mejor momento antes de irse a dormir.

Se recostó un poco más sobre la silla y miró hacia el estrellado cielo. Fue recorriendo con la vista cada una de las estrellas que esa noche brillaban con una gran intensidad. Parecía buscar algo en ellas.

Se levantó y se dirigió con paso cansado a la habitación de su hijo.  Rebuscó dentro de los cajones hasta que dio con lo que buscaba. Se dirigió de nuevo a la terraza, donde el café ya se había quedado frio. Desdobló la hoja que traía entre sus manos y observó el dibujo. En él se veía una nave espacial que se dirigía hacia las estrellas.

Volvió a doblar la hoja y la apretó fuertemente entre las manos. Dirigió de nuevo la vista hacia el cielo. Una triste sonrisa se dibujó en sus labios. Al fin y al cabo, debía estar feliz por él. Ahora estaba donde siempre había soñado.

domingo, 27 de septiembre de 2020

Se atormenta vecina

Cuando era niño, mi madre tenía una vecina que vivía dos pisos más abajo con la que se llevaba muy bien. Más que vecinas, eran amigas. Muchas tardes, después de comer, bajaba hasta su casa a tomar café y, en otras ocasiones, era la vecina la que subía a nuestra casa.

Daba la casualidad que la vecina tenía una hija, Clarita, también de mi misma edad. Mientras nuestras madres hablaban de sus cosas en el salón, yo solía jugar con Clarita en la habitación. Ni ella, ni yo, teníamos hermanos, por lo que nos pasábamos casi todo el tiempo allí metidos sin que nadie nos molestase. Teníamos juguetes, libros, maquinitas de juegos,… A veces llevaba yo algún juego a su casa o lo traía ella a la mía. La verdad es que lo pasábamos muy bien. Las tardes daban para mucho.

Recuerdo que un día que ya no sabíamos qué hacer, Clarita me propuso un juego nuevo. Yo tenía que hacer que estaba malito y ella me curaría. Me pareció divertido. Ese fue el primer día que jugamos a los médicos. Unas veces ella era la doctora y yo el paciente, y otras veces era yo el doctor y era ella la que estaba malita. Durante una buena temporada, nos pasábamos buena parte de la tarde curándonos el uno al otro. Al principio eran enfermedades leves, que se curaban con una simple pastilla ficticia, pero cada vez las dolencias eran más graves y precisaban de tratamientos más intensos. Había que investigar, indagar, analizar…

Después llegó el verano y yo me fui al pueblo hasta que volviera a haber cole. Eso hizo que se enfriara el tema médico. A la vuelta, aunque seguíamos viéndonos y jugando en nuestras respectivas casas, era como si nos diera vergüenza volver a jugar a los médicos. Por lo menos a mí me la daba. Quizás, aunque solo hubieran sido unos meses, habíamos crecido lo suficiente como para no ver las cosas con la misma inocencia.

Tras unos años, le perdí la pista a Clarita. Sus padres se separaron, y ella y su madre se habían mudado a otro barrio. Yo me fui haciendo mayor, nuevas amistades,… En fin… la vida llevó a cada uno por su lado. De eso hace ya unos 25 años. Ahora tengo 32 y sigo viviendo en el mismo piso, aunque sin mis padres, que ya hace unos cuantos años que decidieron retirarse y vivir tranquilamente en el pueblo. El piso de Clarita lleva cerrado, sin que nadie viva en él, cerca de una década, desde que su padre había fallecido.

Pues el caso es que hace unos días, saliendo del ascensor, me topé con una chica que, al verme, sonrió y se abalanzó hacia mí, estampándome dos efusivos besos. Supongo que mi cara me delató porque en seguida me aclaró que era aquella niña que vivía, hacía ya un montón de años atrás, dos pisos más abajo mía. Era Clarita, bueno… Clara. Así se había presentado ella. Según ella, yo tenía la misma cara pero más mayor. Pues menos mal, pensé. Parece ser que se acababa de mudar al antiguo piso de sus padres, por lo que íbamos a ser de nuevo vecinos.

Llegado este momento y ya para ir finalizando, tengo que confesar algo… “¡Madre mía con Clarita!”. Está muy pero que muy bien. Alta, esbelta, larga melena ondulada, de color castaño. Ojazos, labios carnosos… Bueno, no sigo, que creo que ya os haréis una idea. Y sí, soy un tío y soy básico, qué le vamos a hacer, pero lo primero que se me vino a la cabeza fueron aquellas tardes jugando a los médicos. No me lo quito de la cabeza. ¿Se acordará ella de aquello?

En fin… que la vida da muchas vueltas y, ahora mismo, se atormenta vecina.

 

viernes, 25 de septiembre de 2020

Mientras respiro

El joven tecleaba compulsivamente el portátil que tenía sobre la mesa. Al lado de este, una libreta que consultaba constantemente entre cada ataque a las castigadas teclas del ordenador. En una esquina de la mesa, en peligroso equilibrio que amenazaba con caerse al suelo, reposaba una taza de café, ya vacía, a la que había precedido otra anteriormente. No debería tener más de 25 años. Probablemente tendría que presentar algún trabajo con urgencia en la universidad. Su vestimenta y aire desaliñado, hacía intuir que aún no había dado el salto al mercado laboral.

Dos mesas más adelante, una chica más joven aún que él, alternaba miradas impacientes a través de la cristalera, con constantes vistazos al móvil que tenía sobre la mesa. Se le notaba nerviosa. No hacía falta más que fijarse en el tembleque de su pierna derecha, que no paraba de dar pequeños rebotes sobre su talón. Dio un trago a la bebida que tenía entre las manos y volvió a consultar el móvil. Sin lugar a dudas estaba esperando a alguien y, también sin lugar a dudas, ese alguien llegaba tarde.

Al fondo, en una mesa más apartada, junto a la puerta que daba al almacén, dos hombres mantenían una intensa conversación. Ambos andarían en torno a los 40 años, pero su aspecto era completamente opuesto. Uno de ellos vestía un elegante traje gris, bajo el que llevaba una camisa blanca y una fina corbata negra, que le daba un aspecto moderno, de estar enterado de las últimas tendencias. Era atractivo, con un pelo oscuro, bien peinado, y unos rasgos finos. Transmitía serenidad y seguridad. Enfrente de él, su interlocutor, vaqueros y camiseta que no ocultaba su exceso de peso, inclinado hacia adelante, pequeñas gotas de sudor poblaban su frente. Parecía estar dando explicaciones de algo al otro hombre, que lo observaba serio.

El estudiante del portátil pidió un tercer café en un momento en el que el camarero pasó junto a su mesa. Antes de centrarse de nuevo en el trabajo que estaba realizando, cruzó su mirada con la mía. Sintiéndome descubierto, giré rápidamente la vista hacía la chica de la cristalera que, justo en ese momento, consultaba de nuevo su móvil con cara contrariada por no encontrar en él una explicación a esa espera que ya no aguantaba más. Acto seguido lo guardó en su bolsillo y se levantó arrastrando la silla bruscamente, encaminándose rápidamente hacia la puerta. En ese momento, el hombre del traje, que pasaba junto a su mesa, tuvo que detener su paso para no tropezar con ella y, tras dejarla pasar, continuó también hacia el exterior. Giré la mirada hacia el otro hombre de vaqueros y sudores que seguía sentado en la mesa. Mantenía la misma posición, inclinado hacia adelante, aunque ahora tenía la cabeza apoyada sobre las manos ocultando su rostro. Desde luego, la conversación que acababa de mantener no había acabado como le hubiera gustado.

Tras consultar el reloj que había tras la barra, me incorporé y eché a andar también hacia la puerta de salida, pasando antes junto a la mesa del chico que, sin prestar atención a mi paso junto a él, seguía aporreando las  teclas de su portátil.

Ya en el exterior y tras doblar la esquina, centré mi atención en un anciano con un bastón que con dificultad, trataba de incorporarse de un banco que había en la acera.

Había olvidado por completo a las anteriores personas.

jueves, 24 de septiembre de 2020

Una simple mirada


Mientras mojaban nachos en la salsa de guacamole, los dos adolescentes, ajenos a sus padres, mantenían una entretenida conversación. Según parecía, esa misma tarde unos amigos suyos habían sido “pillados” por la policía en un parque. Conscientes de que sus padres les estaban escuchando, no entraron en detalles de en qué consistía dicha “pillada”, pero las risitas y miraditas cómplices dejaban claro a qué se referían.

Sin quererlo, el padre cruzó la mirada con su mujer que tenía enfrente. Rápidamente apartó los ojos de nuevo hacia su plato, pero le dio tiempo a ver en los de ella, el mismo rubor que él también sentía en ese momento. Supo, sin lugar a duda, que estaba pensando exactamente lo mismo que él.

Hacía ya muchos años de aquellos escarceos al salir de una cena con sus amigos, cuando se dejaban perder y se encontraban a sí mismos en algún oscuro callejón. O cuando después de haber pasado una tarde en casa de sus suegros, no podían esperar a llegar a la suya y en el rellano de los trasteros se entregaban al deseo. Más hacía aún de aquellos paseos junto a la playa, que más de una vez habían acabado en una visita a la arena amparados por la oscuridad de la noche.

De todo eso hacía mucho tiempo y no quedaba nada ya. Por eso pudo ver en los ojos de su mujer, como ella también lo recordaba con tristeza, incapaces ambos de dar un paso atrás o adelante y cambiar el rumbo de sus vidas.

Ajenos a todo, los dos adolescentes continuaron con sus chascarrillos ante el silencio de sus padres.