domingo, 20 de diciembre de 2020

Cicatrices

Ya hacía casi un año desde que había llegado a aquella casa. Casi un año de su huida. Una huida que, a pesar del tiempo transcurrido, no había conseguido que las heridas cicatrizaran. Sabía que había hecho lo correcto, lo que su corazón le dictaba, aunque para ello hubiera tenido que contradecir y encerrar en lo más profundo de su cabeza a su conciencia, que le decía lo contrario. La batalla la había ganado el corazón, pero la guerra aun seguía muy presente en su día a día. Una guerra que se tornaba más violenta cada vez que pasaba por delante de esa puerta. Tras ella se encontraba todo el dolor que le recordaba continuamente que aun faltaba mucho para ganar definitivamente esa guerra.

Desde que había llegado a aquella casa solo había entrado una vez en ese cuarto. Había estado temiendo la llegada de aquel día desde hacía mucho tiempo por lo doloroso que sabía que sería. Al final llegó el que habría sido su décimo aniversario y no se le ocurrió mejor forma de celebrarlo que entrando en aquella habitación para inundarse de su recuerdo. Allí dentro se encontraba el epicentro de su dolor, y seguía igual que cuando había llegado a aquella casa, guardado en cajas de cartón que no había abierto hasta aquel día. Se había pasado la tarde entera en medio de todos los dolorosos recuerdos que le hacían sentir culpable por aquella decisión que había tomado. Fotos en sus marcos, otras en álbumes, todos aquellos recuerdos de tantos viajes, había también alguna prenda de ropa que él le había regalado y después estaban los libros. Los libros había sido lo más angustioso. Aquella costumbre que tenía de sorprenderla continuamente con un libro, que para que ahora fuera más doloroso, siempre le dedicaba con unas palabras escritas en sus hojas. Leer todas aquellas dedicatorias, todas aquellas declaraciones y promesas de amor eterno, había sido lo que más dolor le había producido. Ese día se prometió que no volvería a entrar en ese cuarto.

Ahora, frente a esa puerta, había tomado una decisión, necesitaba pasar página aunque se le rompiera el corazón con lo que iba a hacer. Esa noche la habitación quedó vacía, y el contenedor de la basura lleno. Solamente se permitió una licencia. Una de las cajas la entregó en el primer puesto que encontró en el rastro. Aquellos libros no se merecían ese final. Todas aquellas dedicatorias no podían desaparecer en un contenedor. Seguirían vivas de alguna forma aunque ella ya nunca más las volvería a leer.

viernes, 18 de diciembre de 2020

El rastro de las promesas

El Baratillo se extendía a lo largo de la explanada que ocupaba un lateral del campo de futbol y que hacía de aparcamiento los días de partido. Se trataba del rastro más antiguo de la ciudad, por lo que llevaba dando vida al barrio todos los primeros y terceros sábados de cada mes desde que Germán podía recordar. Ya de niño venía de la mano de su madre a comprar calcetines y calzoncillos para él y sus hermanos.

Los días que hacía bueno le gustaba darse un paseo observando los puestos que allí montaban los feriantes y, aunque era rara la vez que se decidía a comprar algo, por lo menos pasaba buena parte de la mañana entretenido. En cierto modo no era más que una disculpa para salir de casa y poder dejar atrás por unas horas aquellas paredes que lo habían sido todo para él y que ahora se habían convertido en una cárcel.

Tras recorrer una calle flanqueada a ambos lados por decenas de viejos aparatos electrónicos que parecía que habían sido rescatados directamente de un bombardeo de la Segunda Guerra Mundial, se topó de frente con un pequeño puesto donde, encima de tres mesas de camping, se podían ver un montón de viejos libros colocados aparentemente sin un orden lógico.

Como buen amante de la lectura que siempre había sido, Germán no se resistió a curiosear entre aquellas reliquias que abarcaban desde grandes clásicos de la literatura hasta novelas más actuales pero que ya habían visto pasar unos cuantos años. Pasó por varios títulos leyendo alguna contraportada o simplemente haciendo pasar las hojas sin detenerse a leerlas, hasta que algo llamó su atención en uno de ellos. Se trataba de Cumbres Borrascosas, uno de los clásicos de la literatura inglesa escrito por Emily Brontë. Lógicamente esta era una edición mucho más reciente que el original que había visto la luz a mediados del siglo XIX. Pero no era eso lo que había llamado su atención, si no la dedicatoria escrita en una de las hojas iniciales del libro. Con unos finos trazos y en apenas cuatro líneas, podían leerse unas palabras de esperanza y promesa de amor eterno, que un tal Hugo dedicaba a su amada Cristina.

Germán sintió en ese momento que su mundo, del que había intentado huir esa mañana perdiéndose en medio del ruido del rastro, volvía a agarrarlo con fuerza del pecho recordándole que seguía ahí muy presente. De golpe le vinieron a la cabeza todos esos libros que, al igual que Hugo, él también había dedicado a su amada con frases llenas de la misma esperanza y de las mismas promesas. Unas frases y unos libros que se fueron en cajas cuando ella había decidido que ya no había más esperanza ni valían más promesas

No pudo evitar que una lágrima se le escurriera por la mejilla al imaginarse que sus dedicatorias tambien podrían estar ahora mismo en algún rastro como ese.

jueves, 17 de diciembre de 2020

Ventanas iluminadas

Como todas las noches, la cena había sido rápida, en esta ocasión unos simples huevos fritos con salchichas. Recogí el plato y lo metí en el lavavajillas junto con la sartén que había utilizado. Podría pasarle un agua rápida ya que no me llevaría más de un minuto, pero a esas horas lo único que me apetece es fumarme mi habitual cigarrillo de después de cenar y meterme en cama a descansar tras haber pasado el día entero fuera de casa. Mi vida se había convertido en una rutina diaria. Llegar a casa siempre a la misma hora, cena rápida y fumarme ese último cigarro mientras escuchaba el sonido metálico de las campanas de la  iglesia cuando marcaban las diez de la noche a un par de manzanas de casa. Así que me dirijo a la terraza, enciendo el cigarro y le doy una profunda calada mientras siento el aire fresco de la noche sobre mi cara. Está todo oscuro afuera, solo la luz de alguna ventana del bloque de enfrente rompe con el negro de la noche. Mientras el humo entra por segunda vez en mis pulmones, voy recorriendo distraídamente esas ventanas iluminadas, saltando de una a otra y comparando la distinta intensidad y tono que desprenden. En ese momento escucho el habitual sonido de las campanas haciendo que mi análisis lumínico no dé para más y provocando que mis pensamientos comiencen a divagar hacía cualquier otro lugar, pero algo llama mi atención en una de las ventanas. Puedo ver la silueta de alguien tras una fina cortina que no consigue evitar ser traspasada por unos ojos curiosos como los míos. Se trata de una mujer que de espaldas a la ventana se desprende de la parte superior de su ropa para, a continuación, ponerse otra prenda. Se da la vuelta y baja la persiana. Durante unos instantes me quedo observando la misma ventana que ahora ya no desprende ninguna luminosidad, hasta que al cabo de un rato, cuando el cigarrillo está a punto de pasar a mejor vida, decido que es la hora de dar por terminado mi día. A la noche siguiente y tras mi rutina habitual vuelvo a estar en el mismo lugar y a la misma hora con mi cigarrillo entre los dedos. A lo lejos comienzan a sonar de nuevo esas campanas que son ya parte de mi vida, cuando mis ojos vuelven a caer en la misma ventana iluminada del día anterior. De nuevo la misma mujer repite los movimientos del día anterior, desprendiéndose de la ropa y volviendo a vestirse de nuevo. Pienso en que no soy el único animal de costumbres, mientras la observo cerrar la persiana. Los dos días siguientes tanto ella como yo cumplimos como relojes suizos a nuestras respectivas citas con la rutina mecánica de cada noche. Para mí se había convertido en todo un aliciente esperar la llegada de nuestra cita en las ventanas. Pero esa última noche, algo había sido distinto. Como siempre, mientras las campanadas sonaban en medio de la noche, la mujer apareció en su ventana repitiendo los habituales movimientos a los que me tenía acostumbrado, pero cuando se giró para cerrar la persiana, esta vez tardó un poco más en bajarla. Se detuvo por unos instantes mirando hacia el exterior. Solo fueron un par de segundos, quizás cinco, pero lo suficiente como para darme cuenta que miraba en mi dirección. Estoy casi seguro de que miró hacia mi ventana justo antes de cerrar la suya. Esa noche me fui a la cama dándole vueltas a ese instante. No podría confirmarlo con total seguridad, pero estaba casi seguro de que me miró. ¿Habría querido decirme con ese gesto que sabía que la observaba? Aunque también cabía la posibilidad que fueran imaginaciones mías. Al fin y al cabo estaba todo muy oscuro y la distancia me pudo confundir. Fuera como fuese, a la noche siguiente volvería a estar fiel a mi cita. Tras recoger la mesa de la cena, me dirijo a la terraza y enciendo mi cigarrillo, aunque en esta ocasión no lo hago de manera tan rutinaria como de costumbre. Esta noche estoy a la expectativa y reconozco que también ligeramente nervioso. En el momento en que vuelven a sonar las campanas  y tal como viene haciendo todos los días, aparece la silueta de la mujer para repetir unos movimientos que ya me sé de memoria. Cuando se da la vuelta y se dirige a la ventana he de reconocer que estoy más tenso de lo habitual. Sin embargo, en esta ocasión no ocurre nada, ni se para, ni me mira, ni nada. Baja la persiana sin detenerse dejándome sin esa respuesta que inconscientemente estaba esperando. Al final todo habían sido imaginaciones mías. Ni me había mirado, ni sabía de mi existencia. ¿A caso esperaba algo más? Aun no había quitado la vista de la ventana cerrada sintiéndome como un gilipollas por la película que me había montado, cuando veo que la persiana comienza a subir lentamente hasta que queda completamente abierta  apareciendo de nuevo ella y, en esta ocasión, no tenía ni la más mínima duda de que me estaba mirando, no en mi dirección, si no a mí. Y lo hacía con una ligera sonrisa en los labios confirmando que no solo yo había estado acudiendo a mi cita con la esperanza de encontrarme con ella.

domingo, 13 de diciembre de 2020

Ojalá seas tú

Pienso que en esta ocasión te he encontrado. Presiento que estos besos son los que llevo tanto tiempo buscando, que estas caricias son las deseadas. Creo ver en estos ojos todo lo que me llena y escucho de tu boca las palabras que necesito.

Ojalá te dé permiso para que seas tú. Llevo mucho tiempo buscándote, probando besos, caricias, miradas, palabras…

¿Serás tú por fin? No quiero seguir buscando, no puedo más, necesito que seas tú. Necesito que tus brazos sean los que me acojan, que me agarren y no me dejen huir. Otra vez.

Confundo sus pieles, sus olores, sus gestos… siempre buscando un recuerdo tuyo cuando ni siquiera sé tu nombre. Ni siquiera te conozco.

Ojalá seas tú.

Un beso, una cerilla y unos maicitos

 

Me da mucha rabia escuchar a la gente cuando habla de su primer beso y de lo maravilloso que fue, describiendo una situación idílica, un momento mágico donde se detiene el tiempo a tu alrededor y confluyen todos los planetas del firmamento. En fin… ya sé que suena muy bonito, pero os voy a traer de vuelta de uno de esos planetas para explicaros como fue mi primer beso. Yo lo resumiría en una palabra: maicitos. Sí, sé perfectamente que no es la palabra que esperas escuchar cuando alguien te habla de su primer beso, pero en mi caso es la que mejor resume lo que recuerdo de ese momento tan especial. Me explico. Yo tendría unos doce o trece años y, por aquel entonces, en el mes de agosto cuando mis padres tenían sus vacaciones, cogíamos el coche y nos íbamos a pasarlo al pueblo. Recuerdo que siempre el primer día del mes hacíamos aquel viaje que nos llevaba el día entero, un viaje que hoy se puede hacer en unas pocas horas. Eran otros tiempos, aunque ese no es el caso. El pueblo se llenaba de nativos emigrados hacía muchos años  que, al igual que mis padres, vivían en sus respectivas ciudades, aquellas que les daban de comer, pero que añoraban sus orígenes y eran fieles a su cita veraniega. Con ellos íbamos nosotros, los chavales que, aunque ya no habíamos nacido en el pueblo, nos encantaba ir por lo bien que nos lo pasábamos juntándonos cada verano. Disfrutábamos como enanos que éramos, corriendo y jugando el día entero por las calles y caminos con una libertad que no teníamos el resto del año. Pero vayamos al grano… Una noche, como otras, mientras nuestros padres disfrutaban del fresco sentados en las puertas de las casas charlando con los vecinos, mi grupo de amigos, unos ocho o nueve entre chicas y chicos, estábamos sentados en el suelo del soportal de la iglesia del pueblo, un lugar ligeramente apartado de las casas que daba cierta intimidad y que invitaba a experimentar. Llevábamos un ratito allí cuando Sara, una de las chicas, preguntó, como si se le acabara de ocurrir en ese momento, que quien quería jugar a la cerilla, mostrando en su mano una caja de cerillas. La mayoría no sabíamos en qué consistía el juego, así que nos explicó que se encendía una cerilla y nos la teníamos que ir pasando de unos a otros y a quien se le apagara tenía que darse un beso con quien eligiera. No sé los demás, pero yo me puse muy nervioso ya que nunca me había besado con ninguna chica y, al no ser algo premeditado, no me sentía preparado en aquel momento. Pero allí nadie se echó atrás y, lógicamente no iba a ser yo el que quedara como el único rajado. Recuerdo perfectamente que encendimos una primera cerilla que pasó por mi mano justo antes de apagársele a la chica que estaba a mi lado. En ese momento di gracias por la oscuridad del lugar para que nadie pudiera ver la tensión que a buen seguro reflejaba mi cara, pero sin embargo la chica eligió a otro de mis compañeros, lo que me provocó un gran alivio. La segunda cerilla ni siquiera llegó hasta mí ya que se le apagó a Dani, un chico sentado, enfrente mía que eligió a la que tenía a su lado. Pero como dice el dicho, a la tercera fue la vencida. Esa tercera cerilla se apagó en manos de Carlota, dos sitios antes de que llegara a mí. Recuerdo que hizo un repaso por todos los chicos del grupo hasta que me miró y con una tímida sonrisa me señaló. Ahora sí que había llegado el momento. No sé cómo me incorporé, ya que las piernas me temblaban como si acabara de correr una maratón y, sin mirarla a los ojos, juntamos torpemente nuestras bocas. Yo inicialmente mantuve mis labios cerrados, pero al notar que Carlota trataba de adentrarse un poco más en el asunto, cedí al jugueteo de su lengua dejando salir también la mía a su encuentro. Pues ahí es donde el sabor a los maicitos que Carlota llevaba comiendo todo el rato llegó a mí, un sabor que ha quedado grabado en mi retina, no por desagradable, que a mí me encantan los maicitos, pero sí por inesperado para un primer beso que se supone que no olvidarás jamás.