viernes, 18 de diciembre de 2020

El rastro de las promesas

El Baratillo se extendía a lo largo de la explanada que ocupaba un lateral del campo de futbol y que hacía de aparcamiento los días de partido. Se trataba del rastro más antiguo de la ciudad, por lo que llevaba dando vida al barrio todos los primeros y terceros sábados de cada mes desde que Germán podía recordar. Ya de niño venía de la mano de su madre a comprar calcetines y calzoncillos para él y sus hermanos.

Los días que hacía bueno le gustaba darse un paseo observando los puestos que allí montaban los feriantes y, aunque era rara la vez que se decidía a comprar algo, por lo menos pasaba buena parte de la mañana entretenido. En cierto modo no era más que una disculpa para salir de casa y poder dejar atrás por unas horas aquellas paredes que lo habían sido todo para él y que ahora se habían convertido en una cárcel.

Tras recorrer una calle flanqueada a ambos lados por decenas de viejos aparatos electrónicos que parecía que habían sido rescatados directamente de un bombardeo de la Segunda Guerra Mundial, se topó de frente con un pequeño puesto donde, encima de tres mesas de camping, se podían ver un montón de viejos libros colocados aparentemente sin un orden lógico.

Como buen amante de la lectura que siempre había sido, Germán no se resistió a curiosear entre aquellas reliquias que abarcaban desde grandes clásicos de la literatura hasta novelas más actuales pero que ya habían visto pasar unos cuantos años. Pasó por varios títulos leyendo alguna contraportada o simplemente haciendo pasar las hojas sin detenerse a leerlas, hasta que algo llamó su atención en uno de ellos. Se trataba de Cumbres Borrascosas, uno de los clásicos de la literatura inglesa escrito por Emily Brontë. Lógicamente esta era una edición mucho más reciente que el original que había visto la luz a mediados del siglo XIX. Pero no era eso lo que había llamado su atención, si no la dedicatoria escrita en una de las hojas iniciales del libro. Con unos finos trazos y en apenas cuatro líneas, podían leerse unas palabras de esperanza y promesa de amor eterno, que un tal Hugo dedicaba a su amada Cristina.

Germán sintió en ese momento que su mundo, del que había intentado huir esa mañana perdiéndose en medio del ruido del rastro, volvía a agarrarlo con fuerza del pecho recordándole que seguía ahí muy presente. De golpe le vinieron a la cabeza todos esos libros que, al igual que Hugo, él también había dedicado a su amada con frases llenas de la misma esperanza y de las mismas promesas. Unas frases y unos libros que se fueron en cajas cuando ella había decidido que ya no había más esperanza ni valían más promesas

No pudo evitar que una lágrima se le escurriera por la mejilla al imaginarse que sus dedicatorias tambien podrían estar ahora mismo en algún rastro como ese.

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