La
vida de Agustín nunca fue fácil. Desde pequeño, cuando aún no había salido
de su pueblo natal, las cosas no fueron sencillas para él. El colegio nunca fue
una de las prioridades de su familia, que en aquellos tiempos de miseria, veían
más importante que el pequeño Tinín colaborara en los quehaceres del
hogar, del campo y cuidando los animales, que ir a perder el tiempo a la
escuela. Total, su futuro no iría más allá de trabajar toda su vida en ese
campo que les daba de comer.
Pero Tinín
no pensaba así. La mente de Tinín estaba en muchos lugares. A través de
ella había viajado a infinidad de sitios de los que sus padres jamás habían
oído hablar. Había cruzado mares y océanos navegando con piratas, había surcado
los aires de valles y desiertos viajando en globo, había estado en islas
desiertas, había subido grandes montañas y había vivido mil aventuras. Y todo
sin salir de su pequeño pueblo.
Aquella
estantería de la escuela llena de viejos libros, era su forma de ver el mundo y
de escapar de esa vida que lo tenía atrapado. Cada tarde, después de comer,
cuando en casa todos echaban la siesta, él aprovechaba para escaparse hasta la
escuela y con la complicidad de Doña Margarita, la maestra del pueblo, leía una
y otra vez esos libros que tanto le hacían disfrutar.
Su
niñez pasó. Y luego vino su juventud, que también pasó de la misma forma que la
niñez. Su cuerpo no iba más allá del día a día de su sufrida vida, pero su
mente cada vez era más rica y más soñadora. Más viajera. De vez en cuando Doña
Margarita conseguía un libro nuevo y ahí era cuando Tinín, que ahora ya era
Agustín, se olvidaba de su miserable vida y disfrutaba viajando. Viajando a
aquellos lugares en los que ya había estado siendo niño, pero también a muchos
otros gracias a esas incorporaciones que, de vez en cuando, traía Doña
Margarita.
Agustín se
casó y tuvo tres hijos que sacó adelante con mucho sudor y sufrimiento. No les
pudo dar ningún lujo, pero tampoco les faltó nunca un plato de comida en la
mesa. Gracias al campo, en eso no se habían equivocado sus padres ya ancianos,
podía mantener a su familia. Él seguía frecuentando la escuela, ahora ya sin
Doña Margarita, pero con muchos más niños y más libros que antes. Y seguía
acudiendo, no a diario, pero sí siempre que podía a leer ese ratito. Aunque su
vida junto a su mujer y sus tres hijos le hacía feliz, esos ratos que pasaba
viajando a través de los libros le reconfortaban y le hacían ser aún más
dichoso.
Cuando Agustín
murió, ya de viejo, era plenamente feliz. Sus tres hijos, por supuesto, habían
ido a la escuela. Habían leído los mismos libros que antes leyera su padre,
pero también muchos otros. Él se fue feliz porque, a pesar de que siguió sin
salir de ese pueblo en el que pasó toda su vida, era un hombre sabio, rico en
cultura y conocedor del mundo entero.
Agustín había
sido un viajero.
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