sábado, 25 de abril de 2020

Agustín el viajero



Agustín quería viajar.
La vida de Agustín nunca fue fácil. Desde pequeño, cuando aún no había salido de su pueblo natal, las cosas no fueron sencillas para él. El colegio nunca fue una de las prioridades de su familia, que en aquellos tiempos de miseria, veían más importante que el pequeño Tinín colaborara en los quehaceres del hogar, del campo y cuidando los animales, que ir a perder el tiempo a la escuela. Total, su futuro no iría más allá de trabajar toda su vida en ese campo que les daba de comer.
Pero Tinín no pensaba así. La mente de Tinín estaba en muchos lugares. A través de ella había viajado a infinidad de sitios de los que sus padres jamás habían oído hablar. Había cruzado mares y océanos navegando con piratas, había surcado los aires de valles y desiertos viajando en globo, había estado en islas desiertas, había subido grandes montañas y había vivido mil aventuras. Y todo sin salir de su pequeño pueblo.
Aquella estantería de la escuela llena de viejos libros, era su forma de ver el mundo y de escapar de esa vida que lo tenía atrapado. Cada tarde, después de comer, cuando en casa todos echaban la siesta, él aprovechaba para escaparse hasta la escuela y con la complicidad de Doña Margarita, la maestra del pueblo, leía una y otra vez esos libros que tanto le hacían disfrutar.
Su niñez pasó. Y luego vino su juventud, que también pasó de la misma forma que la niñez. Su cuerpo no iba más allá del día a día de su sufrida vida, pero su mente cada vez era más rica y más soñadora. Más viajera. De vez en cuando Doña Margarita conseguía un libro nuevo y ahí era cuando Tinín, que ahora ya era Agustín, se olvidaba de su miserable vida y disfrutaba viajando. Viajando a aquellos lugares en los que ya había estado siendo niño, pero también a muchos otros gracias a esas incorporaciones que, de vez en cuando, traía Doña Margarita.
Agustín se casó y tuvo tres hijos que sacó adelante con mucho sudor y sufrimiento. No les pudo dar ningún lujo, pero tampoco les faltó nunca un plato de comida en la mesa. Gracias al campo, en eso no se habían equivocado sus padres ya ancianos, podía mantener a su familia. Él seguía frecuentando la escuela, ahora ya sin Doña Margarita, pero con muchos más niños y más libros que antes. Y seguía acudiendo, no a diario, pero sí siempre que podía a leer ese ratito. Aunque su vida junto a su mujer y sus tres hijos le hacía feliz, esos ratos que pasaba viajando a través de los libros  le reconfortaban y le hacían ser aún más dichoso.
Cuando Agustín murió, ya de viejo, era plenamente feliz. Sus tres hijos, por supuesto, habían ido a la escuela. Habían leído los mismos libros que antes leyera su padre, pero también muchos otros. Él se fue feliz porque, a pesar de que siguió sin salir de ese pueblo en el que pasó toda su vida, era un hombre sabio, rico en cultura y conocedor del mundo entero.
Agustín había sido un viajero.

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