No era el sitio más bonito, ni
quizás tampoco el más adecuado. Pero era nuestro sitio, donde habíamos decidido
vernos como cada jueves desde hacía ya tres meses. Ni ella ni yo habíamos
faltado jamás a nuestra cita de las ocho de la tarde.
Un descafeinado para mí y una
Coca Cola para ella. Jamás nos arriesgamos a pedir otra cosa, quizás por miedo
a romper el embrujo que nos rodeaba en aquellas citas de los jueves.
Ella me contaba sus últimas
aventuras vividas en la universidad, donde cursaba ya su último año de
enfermería. Me hablaba de algún chico al que le gustaba pero por el que ella no
tenía el suficiente interés. A veces me contaba la última escapada nocturna que
había hecho con sus amigas.
Yo la escuchaba, me encantaba
hacerlo. Yo casi nunca le contaba nada de mí. Nos habíamos adaptado y acomodado
a esa forma de estar juntos. Ella me contaba y yo la escuchaba.
Ese jueves llegué puntual a las
ocho y me senté en la mesa de siempre. En nuestra mesa.
Ella aún no había llegado. No me
preocupó ya que era algo normal. A veces se retrasaba unos minutos.
Mientras esperaba, se me acercó
el camarero que siempre nos traía nuestras consumiciones. Pero esta vez en
lugar de traer mi descafeinado, que ya no hacía falta ni siquiera que pidiera,
me dejó una nota encima de la mesa.
Noté su mirada cómplice pero
también nerviosa, justo antes de darse la vuelta. En ese momento supe que algo
no iba bien. Cogí la nota y leí lo que ponía:
– Lo siento mucho. Me enamoré de
ti.
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