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Según fue creciendo, Ricardo
empezó a hacer las típicas preguntas que todos los niños hacen acerca de
cualquier cosa que se les pasa por la cabeza. Todo le interesaba, todo quería
saberlo. La mayoría de las veces no obtenía respuesta y si la obtenía nunca era
la esperada. Los adultos nunca se ceñían a las verdaderas respuestas que
merecían todas sus inquietudes. Lógicamente a un niño no se le aburre con las
complejidades de la vida.
Así, ya cuando se hizo más
grandecito, Ricardo empezó a estudiar. Al contrario de lo que se esperaba y de
lo que pensaban de él cuando era un bebé, no fue una mente prodigiosa, le
costaba aprenderse las lecciones del cole y no era un hacha en casi nada, pero
seguía teniendo curiosidad por todo, seguía interesándose por todas esas
cuestiones cotidianas de la vida que resultan inexplicables desde la
perspectiva de un jovenzuelo. Toda su existencia era un interrogante para el que
no encontraba respuestas.
No fue hasta varios años más tarde cuando dejó de ser
un adolescente y, más aún, cuando fue madurando y se convirtió en un hombre,
que empezó a encontrar las respuestas. Según avanzaban los años, Ricardo iba
desmenuzando todos esos interrogantes que tenía desde que era un niño. Y lo más
curioso es que las respuestas venían solas, no hacía falta preguntar ni
interesarse por las cosas, la propia vida y las experiencias vividas le estaban
dando repuestas a todas sus inquietudes. Su mejor profesor no lo tuvo en su
casa ni en el colegio, tampoco entre sus amistades o conocidos. Quien realmente
le enseño la principal lección de su vida, fue la vida misma.
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