Desde que había llegado a aquella casa solo había entrado una vez en ese cuarto. Había estado temiendo la llegada de aquel día desde hacía mucho tiempo por lo doloroso que sabía que sería. Al final llegó el que habría sido su décimo aniversario y no se le ocurrió mejor forma de celebrarlo que entrando en aquella habitación para inundarse de su recuerdo. Allí dentro se encontraba el epicentro de su dolor, y seguía igual que cuando había llegado a aquella casa, guardado en cajas de cartón que no había abierto hasta aquel día. Se había pasado la tarde entera en medio de todos los dolorosos recuerdos que le hacían sentir culpable por aquella decisión que había tomado. Fotos en sus marcos, otras en álbumes, todos aquellos recuerdos de tantos viajes, había también alguna prenda de ropa que él le había regalado y después estaban los libros. Los libros había sido lo más angustioso. Aquella costumbre que tenía de sorprenderla continuamente con un libro, que para que ahora fuera más doloroso, siempre le dedicaba con unas palabras escritas en sus hojas. Leer todas aquellas dedicatorias, todas aquellas declaraciones y promesas de amor eterno, había sido lo que más dolor le había producido. Ese día se prometió que no volvería a entrar en ese cuarto.
Ahora, frente a esa puerta, había tomado una decisión, necesitaba pasar página aunque se le rompiera el corazón con lo que iba a hacer. Esa noche la habitación quedó vacía, y el contenedor de la basura lleno. Solamente se permitió una licencia. Una de las cajas la entregó en el primer puesto que encontró en el rastro. Aquellos libros no se merecían ese final. Todas aquellas dedicatorias no podían desaparecer en un contenedor. Seguirían vivas de alguna forma aunque ella ya nunca más las volvería a leer.
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