domingo, 13 de diciembre de 2020

Un beso, una cerilla y unos maicitos

 

Me da mucha rabia escuchar a la gente cuando habla de su primer beso y de lo maravilloso que fue, describiendo una situación idílica, un momento mágico donde se detiene el tiempo a tu alrededor y confluyen todos los planetas del firmamento. En fin… ya sé que suena muy bonito, pero os voy a traer de vuelta de uno de esos planetas para explicaros como fue mi primer beso. Yo lo resumiría en una palabra: maicitos. Sí, sé perfectamente que no es la palabra que esperas escuchar cuando alguien te habla de su primer beso, pero en mi caso es la que mejor resume lo que recuerdo de ese momento tan especial. Me explico. Yo tendría unos doce o trece años y, por aquel entonces, en el mes de agosto cuando mis padres tenían sus vacaciones, cogíamos el coche y nos íbamos a pasarlo al pueblo. Recuerdo que siempre el primer día del mes hacíamos aquel viaje que nos llevaba el día entero, un viaje que hoy se puede hacer en unas pocas horas. Eran otros tiempos, aunque ese no es el caso. El pueblo se llenaba de nativos emigrados hacía muchos años  que, al igual que mis padres, vivían en sus respectivas ciudades, aquellas que les daban de comer, pero que añoraban sus orígenes y eran fieles a su cita veraniega. Con ellos íbamos nosotros, los chavales que, aunque ya no habíamos nacido en el pueblo, nos encantaba ir por lo bien que nos lo pasábamos juntándonos cada verano. Disfrutábamos como enanos que éramos, corriendo y jugando el día entero por las calles y caminos con una libertad que no teníamos el resto del año. Pero vayamos al grano… Una noche, como otras, mientras nuestros padres disfrutaban del fresco sentados en las puertas de las casas charlando con los vecinos, mi grupo de amigos, unos ocho o nueve entre chicas y chicos, estábamos sentados en el suelo del soportal de la iglesia del pueblo, un lugar ligeramente apartado de las casas que daba cierta intimidad y que invitaba a experimentar. Llevábamos un ratito allí cuando Sara, una de las chicas, preguntó, como si se le acabara de ocurrir en ese momento, que quien quería jugar a la cerilla, mostrando en su mano una caja de cerillas. La mayoría no sabíamos en qué consistía el juego, así que nos explicó que se encendía una cerilla y nos la teníamos que ir pasando de unos a otros y a quien se le apagara tenía que darse un beso con quien eligiera. No sé los demás, pero yo me puse muy nervioso ya que nunca me había besado con ninguna chica y, al no ser algo premeditado, no me sentía preparado en aquel momento. Pero allí nadie se echó atrás y, lógicamente no iba a ser yo el que quedara como el único rajado. Recuerdo perfectamente que encendimos una primera cerilla que pasó por mi mano justo antes de apagársele a la chica que estaba a mi lado. En ese momento di gracias por la oscuridad del lugar para que nadie pudiera ver la tensión que a buen seguro reflejaba mi cara, pero sin embargo la chica eligió a otro de mis compañeros, lo que me provocó un gran alivio. La segunda cerilla ni siquiera llegó hasta mí ya que se le apagó a Dani, un chico sentado, enfrente mía que eligió a la que tenía a su lado. Pero como dice el dicho, a la tercera fue la vencida. Esa tercera cerilla se apagó en manos de Carlota, dos sitios antes de que llegara a mí. Recuerdo que hizo un repaso por todos los chicos del grupo hasta que me miró y con una tímida sonrisa me señaló. Ahora sí que había llegado el momento. No sé cómo me incorporé, ya que las piernas me temblaban como si acabara de correr una maratón y, sin mirarla a los ojos, juntamos torpemente nuestras bocas. Yo inicialmente mantuve mis labios cerrados, pero al notar que Carlota trataba de adentrarse un poco más en el asunto, cedí al jugueteo de su lengua dejando salir también la mía a su encuentro. Pues ahí es donde el sabor a los maicitos que Carlota llevaba comiendo todo el rato llegó a mí, un sabor que ha quedado grabado en mi retina, no por desagradable, que a mí me encantan los maicitos, pero sí por inesperado para un primer beso que se supone que no olvidarás jamás.

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