Sin quererlo, el padre cruzó la mirada con su mujer que tenía enfrente. Rápidamente apartó los ojos de nuevo hacia su plato, pero le dio tiempo a ver en los de ella, el mismo rubor que él también sentía en ese momento. Supo, sin lugar a duda, que estaba pensando exactamente lo mismo que él.
Hacía ya muchos años de aquellos escarceos al salir de una cena con sus amigos, cuando se dejaban perder y se encontraban a sí mismos en algún oscuro callejón. O cuando después de haber pasado una tarde en casa de sus suegros, no podían esperar a llegar a la suya y en el rellano de los trasteros se entregaban al deseo. Más hacía aún de aquellos paseos junto a la playa, que más de una vez habían acabado en una visita a la arena amparados por la oscuridad de la noche.
De todo eso hacía mucho tiempo y no quedaba nada ya. Por eso pudo ver en los ojos de su mujer, como ella también lo recordaba con tristeza, incapaces ambos de dar un paso atrás o adelante y cambiar el rumbo de sus vidas.
Ajenos a todo, los dos adolescentes continuaron con sus chascarrillos ante el silencio de sus padres.
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