Cuando era niño, mi madre tenía
una vecina que vivía dos pisos más abajo con la que se llevaba muy bien. Más
que vecinas, eran amigas. Muchas tardes, después de comer, bajaba hasta su casa
a tomar café y, en otras ocasiones, era la vecina la que subía a nuestra casa.
Daba la casualidad que la vecina
tenía una hija, Clarita, también de mi misma edad. Mientras nuestras madres
hablaban de sus cosas en el salón, yo solía jugar con Clarita en la habitación.
Ni ella, ni yo, teníamos hermanos, por lo que nos pasábamos casi todo el tiempo
allí metidos sin que nadie nos molestase. Teníamos juguetes, libros, maquinitas
de juegos,… A veces llevaba yo algún juego a su casa o lo traía ella a la mía.
La verdad es que lo pasábamos muy bien. Las tardes daban para mucho.
Recuerdo que un día que ya no
sabíamos qué hacer, Clarita me propuso un juego nuevo. Yo tenía que hacer que
estaba malito y ella me curaría. Me pareció divertido. Ese fue el primer día
que jugamos a los médicos. Unas veces ella era la doctora y yo el paciente, y otras
veces era yo el doctor y era ella la que estaba malita. Durante una buena
temporada, nos pasábamos buena parte de la tarde curándonos el uno al otro. Al
principio eran enfermedades leves, que se curaban con una simple pastilla
ficticia, pero cada vez las dolencias eran más graves y precisaban de
tratamientos más intensos. Había que investigar, indagar, analizar…
Después llegó el verano y yo me
fui al pueblo hasta que volviera a haber cole. Eso hizo que se enfriara el tema
médico. A la vuelta, aunque seguíamos viéndonos y jugando en nuestras
respectivas casas, era como si nos diera vergüenza volver a jugar a los
médicos. Por lo menos a mí me la daba. Quizás, aunque solo hubieran sido unos
meses, habíamos crecido lo suficiente como para no ver las cosas con la misma
inocencia.
Tras unos años, le perdí la pista
a Clarita. Sus padres se separaron, y ella y su madre se habían mudado a otro
barrio. Yo me fui haciendo mayor, nuevas amistades,… En fin… la vida llevó a
cada uno por su lado. De eso hace ya unos 25 años. Ahora tengo 32 y sigo
viviendo en el mismo piso, aunque sin mis padres, que ya hace unos cuantos años
que decidieron retirarse y vivir tranquilamente en el pueblo. El piso de
Clarita lleva cerrado, sin que nadie viva en él, cerca de una década, desde que
su padre había fallecido.
Pues el caso es que hace unos
días, saliendo del ascensor, me topé con una chica que, al verme, sonrió y se
abalanzó hacia mí, estampándome dos efusivos besos. Supongo que mi cara me
delató porque en seguida me aclaró que era aquella niña que vivía, hacía ya un
montón de años atrás, dos pisos más abajo mía. Era Clarita, bueno… Clara. Así
se había presentado ella. Según ella, yo tenía la misma cara pero más mayor.
Pues menos mal, pensé. Parece ser que se acababa de mudar al antiguo piso de
sus padres, por lo que íbamos a ser de nuevo vecinos.
Llegado este momento y ya para ir
finalizando, tengo que confesar algo… “¡Madre mía con Clarita!”. Está muy pero
que muy bien. Alta, esbelta, larga melena ondulada, de color castaño. Ojazos,
labios carnosos… Bueno, no sigo, que creo que ya os haréis una idea. Y sí, soy
un tío y soy básico, qué le vamos a hacer, pero lo primero que se me vino a la
cabeza fueron aquellas tardes jugando a los médicos. No me lo quito de la
cabeza. ¿Se acordará ella de aquello?
En fin… que la vida da muchas
vueltas y, ahora mismo, se atormenta vecina.